sábado, 15 de diciembre de 2007

O cambiamos o morimos

Peripecias de un profesor universitario


Son las ocho y media de la mañana de un
agradable día de diciembre en Santiago. Debieran
ser 80 los alumnos presentes en la sala para
comenzar un examen escrito. Tienen que redactar
un ensayo, sin límite de tiempo ni de espacio.
Conocen el tema desde el primer día del curso,
iniciado por allá por el 1º de agosto y, además,
han entregado ya una primera versión, texto
corregido y devuelto oportunamente a los que
acudieron a las instancias de atención. Pero, un
tercio no se dignó aprovechar esa oportunidad y
no sabe por lo tanto si lo hizo bien o mal.
A las 11, sí dos horas y media después de
iniciado el examen, llega el último alumno a
rendirlo. Con él se completa casi una treintena
de adultos jóvenes que no fueron capaces de
ingresar a la sala a las 8.29. Es decir, casi la
mitad de una generación portadora de más de 680
puntos, falló en el primer hábito exigible, la
puntualidad. A todos, personalmente, se los
recriminó; varios pusieron cara de carnero
degollado. Obvio: la última vez que alguien les
había llamado la atención había sido por allá por
mayo del 2003.
Más aún, unos pocos de ellos no tuvieron
ni siquiera derecho a sentarse para escribir su
examen final: fueron reprobados con 1.0 final.
¿La razón? En alguno de los trece ensayos breves
que debían entregar durante el semestre plagiaron
textos bajándolos de la red. Los firmaron con sus
nombres, incluso modificaron párrafos para
dificultar la comprobación de sus fraudes; y dos,
al ser llamados a reconocer sus faltas, las
negaron tajantemente hasta el momento mismo en
que la pantalla los puso en evidencia
incontrastable. Flor de muchachada, diría el
porteño.
Otro segmento, a pesar de los avisos
puestos en clase sobre los días y horas para
poder rendir el examen (sí, se ofreció más de una
opción), escribieron correos personales pidiendo
a domicilio esa misma información. A veintitantos
se les envió el calendario, pero solo una alumna
devolvió un "Gracias profesor."
Por cierto que cada uno de los
impuntuales, plagiaros, mentirosos o maleducados
es personalmente responsable de sus faltas, como
lo es el profesor por las que haya podido
cometer. Pero también es evidente que en
todos los alumnos culpables están latentes sus
anteriores profesores -esos tipos que se han
denigrado a sí mismos desde el momento en que
aceptaron ser reducidos a la condición de
"profes"- y sobre todo, se manifiestan de
cuerpo entero sus padres y madres, quizás tan
ausentes. Paradojalmente, nunca como en los
vicios y defectos de aquellos jóvenes que no
contaron oportunamente con la mano fuerte y la
voz clara de sus adultos, se percibe como más
presentes a los que estuvieron efectivamente
ausentes en la enseñanza de la virtud.
El cansancio de los adultos que tratan de
aconsejar, de corregir y de exigir, es
perceptible, y puede desanimar a sus iguales.
Pero si los indolentes consideraran los defectos
de los jóvenes que no reciben esa ayuda, sería
posible una reacción de su parte. Y si no la
hubiera en el día a día de la exigencia docente y
familiar, dentro de poco estos jóvenes serán
plenamente adultos, y al paso que van, como
generación, ni siquiera percibirán la necesidad
de cansarse para corregir a sus menores.
Harán entonces de la impuntualidad, del
plagio, de la mentira y de la ingratitud, hábitos
integrantes de su estilo individual. Aunque hayan
construido mediaguas, no habrán techado sus vidas.

Gonzalo Rojas Sánchez

Profesor Historia del Derecho PUC

Noviembre 2007 por email